viernes, 7 de marzo de 2008

El propietario


Mientras aligero el paso pienso y me cuesta creer que de nuevo vaya a llegar tan tarde a trabajar. Después de quedarme dormido el otro día ya tomé la determinación de usar dos despertadores –el segundo fuera de mi alcance-, de modo que esto no debería haber ocurrido.

Al llegar a la Pensión vuelvo a ver que Ciro y Rafael Matamoros están en la recepción. Intento pasar de largo cuando, para mi sorpresa, les oigo reír a carcajada limpia. Compruebo que me están mirando fijamente, y entonces contemplo la posibilidad de haber salido a la calle en zapatillas o con el pantalón del pijama. Me miro con disimulo y veo que todo está en orden, aunque esto no evita las miradas descaradas de cuatro personas que estaban sentadas en la sala de espera, ni las de tantas otras con las que me cruzo.

Me noto cada vez más agitado e invadido por el desconcierto, y con semejante bloqueo sólo se me ocurre refugiarme en la cocina, donde tal vez podría conseguir algún remedio para tranquilizarme un poco. Bajo las escaleras pensando si debo tomarme un té o una tila -¿el té no era excitante? La tila sabe a rayos-, atravieso el comedor sin mirar a nadie y me asomo a la cocina, donde el cocinero Martín custodia tres enormes ollas humeantes.

- Buenos días Martín, ¿podrías ponerme una infusión o algo parecido? Esta mañana me siento más agitado de la cuenta.

El cocinero se gira y me lanza una implacable mirada con el ceño fruncido.

- Para los que llegan tarde no hay desayuno –responde él de forma lapidaria.

Sin dar crédito a lo que acababa de oír, y sin pararme a comprobar si aquello era una broma, me dirijo a la sala de calderas.

Una vez dentro, el recinto me parece más lúgubre e inhóspito que nunca. Procuro calmarme, pero mi intento de respirar profundamente se ve truncado por un sobresalto cuando descubro que no estoy solo en la sala de calderas. Una figura ensombrecida ha empezado a caminar hacia mí, y yo estoy paralizado. Curiosamente, a medida que se acerca los tragaluces van revelando su cuerpo, pero su rostro sigue envuelto en sombras. Intento gritarle, pero no soy capaz de articular sonido alguno. La misteriosa figura extiende un brazo y me muestra la palma de su mano.

- Devuélveme la caja –sentencia con un tono neutro, carente de cualquier emoción.

En ese preciso momento suena el despertador más estridente que nunca y abro los ojos con fuerza al tiempo que noto unas gotas de sudor impregnándome la frente. Mantengo el silencio durante unos segundos y luego vuelvo a cerrar los ojos, mientras pienso que aún faltan diez minutos para que suene el segundo despertador.