martes, 12 de febrero de 2008

La Caja


Hoy he llegado tarde a la Pensión. Recuerdo haber tenido una pesadilla bastante desagradable, y tanto fue así que al sonar el despertador sentí la necesidad de reponerme del sobresalto permaneciendo en la cama diez minutos más. Diez minutos que al final se convirtieron en una hora.

Cuando finalmente llegué estaban en la recepción Ciro Matamoros y su hermano Rafael. No podía tener menos ganas de cruzarme con ellos, de modo que di los buenos días sin detenerme y me hice el distraido.

- ¿Se le han pegado a usted las sábanas? -preguntó Ciro en voz alta cuando yo estaba a punto de desaparecer de su vista-.

- No me ha sonado el despertador -respondí yo volviendo la cara durante un instante-. Rafael tenía una cara de asco con la que parecía estar perdonándome la vida.

Se notaba que era más tarde de lo habitual porque ya había bastante actividad en la Pensión. Bajando al sótano me crucé con el nuevo e intrigante inquilino polaco, que por cierto parecía tener bastante prisa. Amanda entraba al comedor con un atuendo excepcionalmente desarreglado, y Mari Trini salía de la cocina con las manos ocupadas y un bollo en la boca.

Finalmente me metí en la sala de calderas y por un momento cerré los ojos y respiré profundamente, saturándome del embriagador olor a humedad. Al abrirlos mi vista se fijó en un rincón donde confluían varias tuberías de agua y donde me pareció ver una mancha que no recordaba del día anterior. Me acerqué para comprobar si había alguna fuga, e instintivamente seguí con la mirada el recorrido que hacían las dos tuberías principales por detrás de la caldera, muy pegadas a la pared. Nunca antes le había prestado especial atención, pero esta vez reparé en un trozo de cartón que apenas quedaba visible tras un soporte de hormigón. Rodeé la caldera, me agaché y estiré el brazo todo lo que pude para coger el cartón. En ese momento sentí que el corazón me daba un vuelco cuando, para mi sorpresa, había quedado al descubierto un agujero en la pared. Aunque estaba seguro de que allí aparecería algún roedor, agaché un poco la cabeza, apoyé una rodilla y me decidí a meter una mano.

No podía dar crédito. Acababa de encontrar una pequeña caja metálica que, o llevaba allí más de tres años, o bien había sido escondida por alguien que accedió sin mi permiso a la sala de calderas.