lunes, 11 de febrero de 2008

El panadero, la maestra y la pianista.

La vida de un escritor es más sacrificada de lo que la gente piensa. Yo mismo, ante la presión de mis editores, he tenido que abandonar otro trabajo -vocacional, eso sí-, y a veces me veo obligado a pasar largas temporadas fuera de casa, como hago ahora.

Mi mente nunca descansa: incluso mientras escribo, imagino posibles desenlaces alternativos a las tramas que tengo planteadas; cuando descanso, no puedo evitar pensar en mis personajes, y a veces, incluso mientras estoy haciendo cualquier otra actividad -pasear o almorzar, por ejemplo-, una idea atraviesa mi mente como un rayo fulminador, y me detengo en seco, esté lo que esté haciendo, y saco mi siempre socorrida libreta de bolsillo para anotarla.

Antes de llegar aquí, sufría del conocido "Síndrome de la hoja en blanco". Tras una serie de novelas con bastante éxito, mi editor me ha estado presionando cada vez más para que acabe mi trabajo en menos tiempo. No he reaccionado bien a la presión, y las historias que escribía no me parecían del todo buenas, y las fui descartando. Mi estancia en la Pensión Bienvenido está sirviendo de mucho, y me está inspirando hasta tal punto que he retomado y modificado un par de estas historias descartadas, adaptándolas como relatos más cortos para un libro de cuentos juveniles, y ahora parece que toman forma. Y todo ha sido gracias a las personas que me rodean.

Una de las historias descartadas, por ejemplo, iba de un panadero enamorado de la maestra del pueblo. Cada vez que ella pasaba por su calle, se detenía a comprarle unos dulces. A pesar de todos sus intentos por conquistarla, en el fondo sabía que su amor no podría ser correspondido, ya que al tenerla tan idealizada, no se atrevía a confesárselo, y siempre se torturaba al imaginarla con otros hombres, o ricos, o de la realeza,... pero no con un simple panadero.

Hasta aquí, la historia funcionaba, pero la descarté por verla demasiado corriente, y no saber continuarla. Sin embargo, el cocinero de esta pensión, de repente, ha hecho que la rescate. Y es que el señor Martín desprende una alegría poco común. Basta estar un rato en su comedor, y verle entrar y salir, con esa sonrisa siempre en la cara, y su propia alegría se nos contagia a los comensales. Estoy seguro de que esa alegría, de alguna forma, se ve reflejada en sus platos.

Y es ahí donde he encontrado la inspiración para seguir con el cuento del panadero. Igual que el cocinero Martín nos transmite su alegría en sus platos, el panadero transmitirá su amor a sus dulces. Pero él no sabe que esos dulces que amasa con tanto amor, la maestra nunca llegó a probarlos. Tampoco sabe que ella pasa por la panadería de camino a sus clases de piano, y lleva los dulces como un obsequio para su profesora, una chica de ojos claros, con una estupenda habilidad para la música, a pesar de su juventud.

Después de las clases, la pianista se sienta a tomar los dulces, pensando siempre en el guapo panadero del que lleva tanto tiempo enamorada sin que él se diera cuenta. A veces pasa por delante del escaparate, y lo mira a través del cristal, fingiendo que observa los pasteles. Nunca se atreve a declararse, ya que al verlo tan apuesto, lo imagina con otras chicas mucho más atractivas, y no con una aburrida pianista.

Un día, la maestra llega un poco antes de la hora de sus clases. La pianista, mientras la espera, toca una pieza que lleva meses componiendo, con mucho amor, dedicada al panadero. En vez de llamar a la puerta, la maestra decide sentarse a escuchar, y tras oir la pieza, exhala un profundo suspiro pensando en esos momentos en los que la pianista coloca las manos sobre las suyas para indicarle la correcta posición de los dedos en los acordes.

[...]

Hace un par de noches terminé de escribir esta historia, de madrugada. Desde la mañana siguiente llevo intentando contactar con mi editor, bajando a llamarle desde el teléfono público de esta pensión, pero no consigo dar con él. Es muy extraño, ya que normalmente siempre estamos bastante en contacto.